jueves, 16 de febrero de 2012

¿A quién le va a importar?

Tras salir de la bañera, Enrique secó sus huesudos pies en la toalla que dejó en el suelo al entrar en el baño. Se paró en seco. Miró a su alrededor. Humedad.
Cogió una toalla y se la ató a la cintura como pudo. Se sentó en el inodoro y se puso las manos en la cara, dejando caer sus codos en sus largas piernas. Estaba cansado.
Mirando a la nada, fijó su mirada en el vaho que soltó el agua caliente, diferenciando cinco líneas de un pentagrama, imaginándose una nueva melodía que jamás podría escribir.

Un rato después, se levantó a mirarse en el espejo. El largo cabello le caía por su peculiar nariz italiana, alargada y estrecha. Llevaba una semana y media sin afeitarse. Entonces se puso a llorar.

¿Por qué? Y qué más da, a nadie le va a importar. Nunca le ha importado a nadie, ahora no va a ser menos. ¿Será por esa chica rusa de hace meses? No, no puede ser. ¿Es por la riña diaria con el director, por la continua lucha con los alumnos para que mantengan silencio? Estaba tan acostumbrado que ya no le daba importancia. Entonces, ¿Por qué está así?

Después de trece minutos de reflexión, se secó el cuerpo y se puso el pantalón de siempre. Arrastrando los pies, se dirigió a su cuarto. Ahí, en su mesa, estaba el café que se hizo al llegar a casa, junto a su peculiar libro de Shakespeare y partituras escritas a media.

Antes de sentarse en la vieja silla del abuelo, se dirigió a la estantería y volvió a poner el vinilo de Mae Questel, la dobladora original de Betty Boop. Entonces, se encendió el que sería su último cigarro.

Miró por la venta. No se encontró nada nuevo. Era el mismo callejón de mala muerte, donde pasaba como siempre a la misma hora, el mismo señor encendiendo las velas del alumbrado. Enfrente, el mismo bar de siempre, con muchos señores enchaquetados fumando pipa, bebiendo whisky hablando con señoritas de cancán.



Echó la cortina y se puso a pensar. ¿Sobre qué? ¿Y a quién le importa? Lo mismo de siempre. Razones suficientes tiene para darle vueltas una y otra vez. Motivos suficientes tiene para hacerlo. ¿Hay que enumerarlos? ¿Para qué? Él ya los sabe. ¿A alguien le importa? Nadie muestra interés. Nadie quiere saber nada. A nadie le importa.

Apagó el cigarro en el viejo cenicero de barro. Estaba ahí, justamente al lado, esperándole.

¿Lo vas a hacer, Enrique? ¿Serás capaz de hacerlo? No, no eres capaz. Para hacerlo hay que ser valiente, algo que tú no eres. Eres patético, Enrique. ¿Qué más tienes que hacer para darte cuenta de que tu vida es una mierda? Cada día te das más cuenta, cada día te lo demuestras a ti mismo. Cada día te superas.

Las voces en su cabeza no cesaban. Entonces, cogió la pitillera metálica donde tenía guardadas las pastillas. La abrió lentamente. Sin mirar en su interior y con el pulso tembloroso, se las tragó todas de una sentada. Después de eso, bebió un poco de café.

Entonces, se cruzó de brazos. De un sobresalto, volvió a recordar a esa chica rusa, a su jefe, a sus alumnos, el pentagrama en el aire. Los pequeños placeres de la vida, su música, su tabaco, sus tardes interminables en el café, las risas con sus amigos. El sexo, los cabarets, sus viajes, sus paseos semanales por la Torre Eiffel, el olor de las flores. Aquel viejo baúl de su cuarto repleto de recuerdos de su infancia, el cuadro de su abuela que colgaba a mitad del pasillo, el sabor del queso que tanto le gusta. Su viejo piano, su esmoquin, su corbata de siempre, los zapatos que heredó de su padre.

Pero ya era demasiado tarde.

¿Qué hizo? ¿Fue valiente por una vez o hizo su acto más cobarde? ¿Debió haberse enfrentado a sus miedos? ¿Debió haber seguido sufriendo? ¿Debió disfrutar de la vida? ¿Debió seguir a la sociedad y dejar de ir a contracorriente? ¿Se confundió de camino o era el acertado? ¿No le comprendían o no quería que le comprendiesen?

Y qué más da. ¿A quién le va a importar?

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