sábado, 2 de junio de 2012

Chilogwarts.


1
La carta desconocida


Aquella mañana de lunes fue como cualquier otra mañana de verano en el pequeño pueblo de Sinojos. Los rayos del sol de aquel fresco día entraban por la puerta abierta del balcón de una vieja casa de dos plantas. Eran las once de la mañana y la señora Isabel, como de costumbre, seguía limpiando la sala de estar. La señora Isabel era una señora de unos cincuenta años muy bien cumplidos, pues parecía que tenía menos. Y eso que no era muy alta, ni tampoco tenía una figura muy estilizada, era una señora normal, de pelo ondulado y moreno, de baja estatura y un poco rellenita, con unos mofletes rosados y ojos marrones verdosos. Siempre llevaba unos pendientes de oro, pues los pendientes malos les daban alergia. Pero eso no significa que se tratase de una familia rica.

La señora Isabel, como cada mañana, estaba dispuesta a sacar brillo a aquellos muebles blancos, los cuales aún seguía pagando y ya estaban un poco desgastados. Los compró por necesidad, pues los muebles anteriores los tenía desde que se casó, hacía treinta años, y estaban apolillados y un poco rotos, si no, la señora Isabel no haría tal gasto, a su parecer, innecesario. “Si aún sirve, ¿Para qué comprar otro?”, “Hay que sacarle partido hasta el último momento” y “Hay que saber administrar el dinero” eran unas de sus frases favoritas cuando se trataba de hacer compras. Nunca habían disfrutado de una buena economía y de siempre ha tenido que gastar lo justo, pero esos muebles hacían falta cambiarlos. Cuando uno se sentaba en una silla, lo mismo crujía que se doblaba o se partía. Cuando se abría un mueble, te podías quedar con el pomo en la mano y seguía cerrado.  Esa compra fue necesaria.

Isabel parecía feliz aquella mañana. Mientras limpiaba, cantaba algunas coplas y sevillanas. No le importaba que cantase tan mal, ella estaba feliz y lo demostraba así.
Hacía poco más de medio año que se acababa de divorciar, y parecía que todavía estaba un poco afectada. Isabel no habría hablado de este tema con nadie que no fuese sus hijos o sus mejores amigos, pero ese lunes, no le faltaban ganas de gritar por el balcón que era feliz.

Isabel tenía tres hijos: Luis, Rocío y Joseph. Luis trabajaba de peluquero en una peluquería para gente adinerada. Rocío estaba licenciada en periodismo, y aunque seguía estudiando un doctorado, trabaja en todo lo que podía, tanto de animadora infantil como profesora de clases particulares.

Esto era una ayuda económica para Isabel, pero tampoco podía pedir mucho, pues  ambos vivían juntos en Sevilla y tenían que pagar un piso que compraron a muy buen precio. Apareció como por arte de magia, justo cuando lo necesitaban.
El último hijo, Joseph, acababa de terminar cuarto de la ESO (también como por arte de magia, aunque había repetido ya una vez), y este año, tendría que irse con sus hermanos a estudiar bachiller en Sevilla. Al principio no le hacía mucha gracia eso de vivir con sus hermanos, pues él era justamente lo contrario a ellos, tanto en gustos como personalidad. Sus hermanos conocían a todo el mundo, él conocía su propio mundo.

La señora Isabel entró en el cuarto de Joseph, el cual seguía dormido. Sin hacer ruido, abrió las dos puertecitas de la ventana, dejando que los rayos del sol pasasen a través del cristal y diesen contra la pared de papel pintado con estampados barrocos en blanco y negro. El centro de esta pared estaba coronada por un gran cuadro dorado con una foto de Marilyn Monroe. Las otras tres paredes eran de color verde aguamarina. 

Poco a poco se distinguían dos camas, una de las cuales estaba habitada por el cuerpo dormido de Joseph, que se retorcía al notar que habían abierto la ventana.


-Buenos días – dijo Isabel muy sonriente -. Parece que anoche volviste muy tarde, ¿no?

Joseph levantó la cabeza y abrió un ojo.

-Sólo eran las cuatro y media. Los padres de Violeta estaban fuera y nos invitó a la piscina, ya te lo dije. Creo que fui el primero en irme. Demasiado temprano volví.
-No haríais mucho ruido, ¿verdad? – preguntó Isabel mientras barría debajo de la cama.

-No… - dijo Joseph apartándose parte de su largo flequillo de la cara –, creo que no. Robert, el novio de Violeta, se llevó la guitarra eléctrica y tocó un poco, pero no mucho. Además, los amplis estaban dentro y desde fuera no  lo oirían los vecinos, y la música tampoco estaba muy alta. De todos modos, sabes que Violeta no es que tenga muchos vecinos.

La casa de Violeta era una de las últimas casas del pueblo. Estaba a la izquierda de la Iglesia, en una calle que daba hacia una plaza. En frente de su casa, estaba el cuartel de la policía, y a ambos lados, dos casas donde vivían ancianos que estaban medio sordos.

Los padres de Violeta eran médicos y tenían una casa muy grande de dos plantas y un inmenso patio con piscina, con vistas hacia la torre de la Iglesia. Una vista preciosa, aunque los padres de Violeta eran ateos.

-¿Bebisteis mucho? – preguntó Isabel como la que no quiere la cosa.

-Mamá…

Isabel miraba a Joseph por el rabillo del ojo mientras enseñaba una pequeña sonrisa.

-No tienes por qué mentirme. Yo sé lo que es tener diecisiete años y una casa sin padres. También he sido joven, ¿lo sabías?

-Aún lo sigues siendo, mamá – dijo Joseph bostezando mientras se daba en los ojos con las manos -. Bueno, entre todos pusimos dinero y compramos varias botellas, más las cervezas que puso Violeta.

-Entonces lo pasasteis bien, ¿no?

-Sí, fue muy divertido. Violeta y yo preparamos una mesa fuera con cócteles de frutas y cosas para picar; los gemelos Pam y Abraham colocaron velas y sábanas blancas por el patio; Robert y Jesús hicieron la comida en la barbacoa, y la prima Mac y Sofía fueron a por pétalos de rosa y limones para tirarlos a la piscina.

-¿Limones y flores en la piscina? ¿Y después quién limpió todo eso?

-Mamá, siempre pensando en lo mismo… Hoy vamos a ir a almorzar allí y después nos ponemos a limpiar. Los gemelos se quedaron con Robert y Violeta esta noche allí.

-Pues si vas a ir a almorzar, levántate ya, que son ya casi la una, y te tendrás que duchar.

Joseph era un chico pequeño para su edad, de pelo largo y ondulado como el de su madre. Lucía una pequeña perilla, sin la cual, parecía que tenía menos años de los que, aun teniéndola, aparentaba tener. Si con ella aparentaba tener dieciséis, sin ella aparentaba catorce. Su estilo de vestir era bastante informal, cosa que su hermano Luis no toleraba.

Cuando se dispuso a hacer la cama, oyó un ruido que le hizo sobresaltarse. Era como un picoteo en el cristal de la ventana de su cuarto. Con una mezcla de miedo y curiosidad, se acercó a la ventana y la abrió completamente. Detrás de ella, se encontraba una lechuza blanca con manchas negras, la cual sostenía con el pico una carta escrita con un sello rojo donde se podía leer:

Sr. J Naranjo, Segundo cuarto, Francisco Diego 55

No ponía de dónde venía, sólo el destinatario. La lechuza batió las alas, lo cual sobresaltó aún más a Joseph, y se puso a volar en dirección al norte.
Joseph no sabía lo que hacer. Por un momento creyó que iba dirigida a su padre, pues se llamaba igual que él, pero no podía ser porque al divorciarse, adquirió los apellidos de la madre.
Entonces se decidió a abrirla. Del sobre sacó un pergamino, el cual estaba escrito con una caligrafía estupenda de color verde esmeralda. Joseph se dispuso a leer la carta.

EL COLEGIO CHILOGWARTS DE ARTES HECHICERAS

Un momento… ¿Había leído “magia”? Joseph se limpió los ojos con las manos y continuó leyendo.

Director: Andros de Montmorency 
(Orden de Merlín, Primera Clase, Gran Hechicero, Mago en Jefe, Supremo
Votante Independiente, Confederación Internacional de Magos)

Joseph pensaba que todo esto era parte de una broma. Aun así, continuó leyendo.

Estimado señor Naranjo:
Nos complace informarle que se le ha concedido una plaza en el Colegio Chilogwarts de Artes Hechiceras.
Adjunta encontrará la lista de los libros y el material escolar necesarios para el curso.
El curso empieza el 1 de septiembre. Esperamos recibir a su lechuza no más tarde del 31 de julio.

Atentamente,

Bellatrice Lorence
Directora Adjunta

Esto no podía ser verdad, debía tratarse de una broma pesada de algún amigo suyo. En ese momento, Isabel entró en su cuarto.

-¿Te vas a duchar ya? Es que  creo que se está acabando la… - Isabel miró la carta e hizo una mueca extraña - ¿Qué es eso?

-Esto… Nada. Me lo he encontrado.

-¿Dónde te lo has encontrado?

-En la puerta – mintió Joseph. Su madre no habría creído que se lo dejó una lechuza en la ventana, y tenía prisa para darle tantas explicaciones.

-¿Quién te ha escrito una carta?

-No… no es una carta, es publicidad.

-¿Puedo verla? – dijo Isabel acercándose a Joseph.

-Tengo prisa, mamá.

Pero ya era demasiado tarde. Isabel cogió la carta y la leyó.

-¿Quién te ha mandado esto?

-No lo sé, no lo pone. Seguramente sea alguna broma. Voy a llevarla a casa de Violeta para enseñársela. A lo mejor tiene que ver con  la revista a la que nos inscribimos, que manda cada cierto tiempo cosas así.

-Qué raro… pone tu nombre… Colegio de Magia… Tú ya estás inscrito en el bachiller en Sevilla, no vayas a hacerme ahora gastarme dinero en otro colegio – Bromeó Isabel.


Después de ducharse, Joseph corrió a casa de Violeta. Llegaba tarde. Joseph solía ser siempre muy puntual, y estaba obsesionado con la hora. Al llegar a su casa, una chica alta, de pelo negro largo que le caía por los hombros le abrió la puerta. Llevaba puesto un corsé rojo sangre con muchas cremalleras, una falda negra, unas botas militares y muchas pulseras, algunas de pinchos y calaveras.

No parecía tan alegre como solía ser habitualmente. Sus padres habían llegado antes de lo previsto, y habían reñido y castigado a Violeta por ensuciar tanto la casa. Joseph se sintió culpable y quiso ayudarla, pero no podía hacer nada. Entonces se acordó de la carta. Joseph la sacó de un gran bolso marrón que siempre llevaba a todos sitios. La buscó entre pañuelos, gafas de sol, crema solar y revistas varias. Al final, la encontró y se la enseñó a Violeta.

-Qué curiosa – dijo Violeta sorprendida.

-¿No te ha llegado a ti una igual?

-No… - Dijo Violeta con la boca abierta. Parecía que no sabía qué decir.

-¿Quién puede habérmela mandado? Tiene que ser una broma entonces.

-Pues no lo sé, pero está muy bien hecha. Esta caligrafía, este sello de cera, este escudo tan raro… ¿Y si es cierto lo que dice? ¿Y si realmente eres mago?

-Violeta, ¿lo dices en serio? Yo te tenía por una persona más cuerda.

-¿Y por qué no? Bueno, tú tenla guardada y no se la enseñes a nadie por si acaso. Si llega el día 31 de julio y no ha pasado nada como dice en la carta, entonces podrías enseñarla. Es lo que haría yo, por que si fuese real, todo el mundo sabría que soy bruja, y no todo el mundo se lo tomaría de igual forma.

-No puedo creer que me estés diciendo tú esto.

-¿Qué puedo decirte? Ya me gustaría a mí recibir una carta para un colegio de magia y no tener que ir al instituto Montellano, con la de catetos que hay allí.


Esa noche, cuando Joseph llegó a casa, después de cenar se dispuso a buscar un buen sitio para esconder la carta. Realmente pensaba que era una broma, pero, ¿y si fuese real? No querría que todo el mundo se enterase que fuese un mago. De todos modos, no perdía nada si la dejaba guardada.
Esa noche no podía dormir, pensando en la carta. La había leído tantas veces que se la sabía de memoria.

A la mañana siguiente, Isabel despertó a Joseph muy alterada. Parecía asustada.

-¡Niño! ¡Niño! ¡Mira lo que me ha pasado!

Joseph se levantó de un brinco, asustado. Abrió los ojos de golpe y vio como su madre se sentaba en la cama de enfrente. Las ventanas del cuarto estaban cerradas, pero la luz estaba encendida. Isabel llevaba en la mano un puñado de papeles.

-¿Qué te ha pasado, mamá? Qué susto me has dado.

-Susto… ¡Susto el que me he dado yo! Estaba yo en el patio tendiendo tan tranquilamente y se me vienen unos pájaros grandes a posarse en el tendedero. Con la ropa recién sacada de la lavadora… Eso otra cosa, ahora tendré que meterla otra vez, porque me la han descolgado y se ha caído al suelo y…

-Mamá, no te vayas por las ramas.

-Bueno, los pájaros estos llevaban esto en el pico – Isabel mostró un manojo de cartas -. Todas iguales, y todas para ti.

Joseph estaba desconcertado. No creía lo que veía. Sobre la cama tenía un montón de cartas iguales a las que recibió la mañana anterior.

-¿No me dijiste que te la encontraste en la entrada?

-Bueno… Si te hubiese dicho que me la trajo una lechuza, ¿Me hubieses creído?
Isabel hizo un gesto extraño, como dándose cuenta de por qué no le dijo la verdad.

-Creo que voy a ir a la oficina de correos.

-¡Espera! ¿Y si es verdad?

Isabel miró a Joseph con una expresión de inseguridad.

-¿Si es verdad qué?

-Lo que dice en la carta. ¿No te parece extraño que sean lechuzas las que traigan las cartas? Quiero decir… Tú las has visto, yo también las he visto. Los dos sabemos que es verdad lo que ha pasado. ¿Por qué no iba a ser verdad lo que dice?

-¿Cómo vas a ser un mago? Esas cosas no existen.

-Bueno, mamá, tú no hagas nada. Ya se solucionará esto. Tú déjame a mí, verás como esto se soluciona.


El resto del día transcurrió de forma extraña. Joseph llamó a Violeta por teléfono y le contó lo sucedido. Violeta ahora estaba asustada. Pensaba que tenía razón en lo que afirmó el día antes, y volvió a repetir que no le dijera nada a nadie.

Esa noche tampoco pudo dormir tranquilo. Pensaba que a la mañana siguiente se iba a despertar nadando en un mar de cartas, y con eso soñó. Soñó que se despertaba a la mañana siguiente y su casa estaba inundada con un montón de cartas iguales, y se ponía a nadar entre ellas. Saltaba y buceaba en un mar de cartas. Salía a la calle y seguía estando repleta de cartas, pero entonces cayó por una especie de tobogán a toda prisa y él intentaba subir pero no podía. Entonces se despertó del sueño.

Miró a la ventana, que esa noche la había dejado abierta, donde se encontró unos ojos amarillos que le miraban. Se trataba de un gato marrón oscuro, que tenía los ojos clavados en él. Se asustó al verlo, pero después encendió la luz y se dirigió hacia el gato, que seguía en el mismo sitio, sin moverse. Cuando llegó hasta él, se sorprendió de que no hubiera echado a correr, ni se había movido del sitio. Seguía mirándolo directamente a los ojos.

Joseph acercó su mano al gato y empezó a acariciarlo. Empezó a ronronear, y juraría que incluso empezó a sonreír.


-Pobrecito… Vaya susto me has dado, ¿eh? ¿Qué haces por aquí? ¿No te asustan los humanos? Incluso a mí hay algunos que sí, y soy uno de ellos, así que pensé que a ti te tendrían que dar más miedo. ¿Tienes sueño? ¿Quieres dormir aquí o te quieres ir con los demás gatos?

Joseph miró por la ventana, pero no veía más gatos. Entonces se acordó de que vivía en un segundo piso.

-¿Cómo has…? En serio, esto tiene que ser un sueño. Bueno, aunque sea un sueño, quiero que estés cómodo. Voy a ponerte una camita para que duermas tranquilito.
Joseph se volvió hacia la segunda cama de su cuarto, donde no dormía nadie. Había pertenecido a su hermano, antes de que se fuese a Sevilla. Cogió un cojín grande que había sobre la cama y volvió para ponérselo al gato. Cuando fue a mirar por la ventana, el gato había desaparecido.

Entonces rápidamente se asomó por la ventana, con miedo a que se pudiese haber caído al suelo, pero no había ni rastro del gato. Entonces, cerró la ventana y se puso a buscar por el cuarto: por debajo de las camas, encima de los armarios, dentro de los cajones… Pero el gato había desaparecido.

-En fin, volveré a dormir.

A la mañana siguiente, Joseph despertó temprano, algo nervioso, para ver si volvían a aparecer cartas. Salió del cuarto y fue a la cocina a desayunar. Casualmente, su madre se le había adelantado.

-Qué temprano te has despertado hoy.

-Sí, bueno… Voy a hacerme unas tostadas.

-Siéntate, te las hago yo.

Joseph se sentó en el sitio del que se había levantado su madre. Miraba las migajas de pan que su madre había dejado en el plato. No paraba de darle vueltas a la cabeza: Las lechuzas, las cartas, el gato… Algo no cuadraba. Estaba pasando algo muy extraño y no sabía lo que era.

Entonces, miró de reojo la puerta de la cocina y distinguió una silueta a través del cristal translúcido de la puerta. Abrió los ojos como platos, y escuchó como alguien golpeaba la puerta dos veces. Su madre se asustó y se le cayó el cuchillo al suelo. Al volverse, se asustó al ver la silueta, se agachó a coger el cuchillo y preguntó:

-¿Quién eres?

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