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La carta desconocida
Aquella mañana de lunes fue como cualquier otra
mañana de verano en el pequeño pueblo de Sinojos. Los rayos del sol de aquel
fresco día entraban por la puerta abierta del balcón de una vieja casa de dos
plantas. Eran las once de la mañana y la señora Isabel, como de costumbre, seguía
limpiando la sala de estar. La señora Isabel era una señora de unos cincuenta
años muy bien cumplidos, pues parecía que tenía menos. Y eso que no era muy
alta, ni tampoco tenía una figura muy estilizada, era una señora normal, de
pelo ondulado y moreno, de baja estatura y un poco rellenita, con unos mofletes
rosados y ojos marrones verdosos. Siempre llevaba unos pendientes de oro, pues
los pendientes malos les daban alergia. Pero eso no significa que se tratase de
una familia rica.
La señora Isabel, como cada mañana, estaba dispuesta
a sacar brillo a aquellos muebles blancos, los cuales aún seguía pagando y ya
estaban un poco desgastados. Los compró por necesidad, pues los muebles anteriores
los tenía desde que se casó, hacía treinta años, y estaban apolillados y un
poco rotos, si no, la señora Isabel no haría tal gasto, a su parecer,
innecesario. “Si aún sirve, ¿Para qué comprar otro?”, “Hay que sacarle partido
hasta el último momento” y “Hay que saber administrar el dinero” eran unas de
sus frases favoritas cuando se trataba de hacer compras. Nunca habían
disfrutado de una buena economía y de siempre ha tenido que gastar lo justo, pero
esos muebles hacían falta cambiarlos. Cuando uno se sentaba en una silla, lo
mismo crujía que se doblaba o se partía. Cuando se abría un mueble, te podías quedar con el pomo en la mano y seguía cerrado.
Esa compra fue necesaria.
Isabel parecía feliz aquella mañana. Mientras
limpiaba, cantaba algunas coplas y sevillanas. No le importaba que cantase tan
mal, ella estaba feliz y lo demostraba así.
Hacía poco más de medio año que se acababa de
divorciar, y parecía que todavía estaba un poco afectada. Isabel no habría
hablado de este tema con nadie que no fuese sus hijos o sus mejores amigos,
pero ese lunes, no le faltaban ganas de gritar por el balcón que era feliz.
Isabel tenía tres hijos: Luis, Rocío y Joseph. Luis
trabajaba de peluquero en una peluquería para gente adinerada. Rocío estaba
licenciada en periodismo, y aunque seguía estudiando un doctorado, trabaja en
todo lo que podía, tanto de animadora infantil como profesora de clases
particulares.
Esto era una ayuda económica para Isabel, pero
tampoco podía pedir mucho, pues ambos
vivían juntos en Sevilla y tenían que pagar un piso que compraron a muy buen
precio. Apareció como por arte de magia, justo cuando lo necesitaban.
El último hijo, Joseph, acababa de terminar cuarto
de la ESO (también como por arte de magia, aunque había repetido ya una vez), y
este año, tendría que irse con sus hermanos a estudiar bachiller en Sevilla. Al
principio no le hacía mucha gracia eso de vivir con sus hermanos, pues él era
justamente lo contrario a ellos, tanto en gustos como personalidad. Sus
hermanos conocían a todo el mundo, él conocía su propio mundo.
La señora Isabel entró en el cuarto de Joseph, el
cual seguía dormido. Sin hacer ruido, abrió las dos puertecitas de la ventana,
dejando que los rayos del sol pasasen a través del cristal y diesen contra la
pared de papel pintado con estampados barrocos en blanco y negro. El centro de
esta pared estaba coronada por un gran cuadro dorado con una foto de Marilyn
Monroe. Las otras tres paredes eran de color verde aguamarina.
Poco a poco se distinguían dos camas, una de las
cuales estaba habitada por el cuerpo dormido de Joseph, que se retorcía al
notar que habían abierto la ventana.
-Buenos días – dijo Isabel muy sonriente -. Parece
que anoche volviste muy tarde, ¿no?
Joseph levantó la cabeza y abrió un ojo.
-Sólo eran las cuatro y media. Los padres de Violeta
estaban fuera y nos invitó a la piscina, ya te lo dije. Creo que fui el primero
en irme. Demasiado temprano volví.
-No haríais mucho ruido, ¿verdad? – preguntó Isabel
mientras barría debajo de la cama.
-No… - dijo Joseph apartándose parte de su largo
flequillo de la cara –, creo que no. Robert, el novio de Violeta, se llevó la
guitarra eléctrica y tocó un poco, pero no mucho. Además, los amplis estaban dentro y desde fuera
no lo oirían los vecinos, y la música
tampoco estaba muy alta. De todos modos, sabes que Violeta no es que tenga
muchos vecinos.
La casa de Violeta era una de las últimas casas del
pueblo. Estaba a la izquierda de la Iglesia, en una calle que daba hacia una
plaza. En frente de su casa, estaba el cuartel de la policía, y a ambos lados,
dos casas donde vivían ancianos que estaban medio sordos.
Los padres de Violeta eran médicos y tenían una casa
muy grande de dos plantas y un inmenso patio con piscina, con vistas hacia la
torre de la Iglesia. Una vista preciosa, aunque los padres de Violeta eran
ateos.
-¿Bebisteis mucho? – preguntó Isabel como la que no
quiere la cosa.
-Mamá…
Isabel miraba a Joseph por el rabillo del ojo
mientras enseñaba una pequeña sonrisa.
-No tienes por qué mentirme. Yo sé lo que es tener
diecisiete años y una casa sin padres. También he sido joven, ¿lo sabías?
-Aún lo sigues siendo, mamá – dijo Joseph bostezando
mientras se daba en los ojos con las manos -. Bueno, entre todos pusimos dinero
y compramos varias botellas, más las cervezas que puso Violeta.
-Entonces lo pasasteis bien, ¿no?
-Sí, fue muy divertido. Violeta y yo preparamos una
mesa fuera con cócteles de frutas y cosas para picar; los gemelos Pam y Abraham
colocaron velas y sábanas blancas por el patio; Robert y Jesús hicieron la
comida en la barbacoa, y la prima Mac y Sofía fueron a por pétalos de rosa y
limones para tirarlos a la piscina.
-¿Limones y flores en la piscina? ¿Y después quién
limpió todo eso?
-Mamá, siempre pensando en lo mismo… Hoy vamos a ir
a almorzar allí y después nos ponemos a limpiar. Los gemelos se quedaron con
Robert y Violeta esta noche allí.
-Pues si vas a ir a almorzar, levántate ya, que son
ya casi la una, y te tendrás que duchar.
Joseph era un chico pequeño para su edad, de pelo
largo y ondulado como el de su madre. Lucía una pequeña perilla, sin la cual,
parecía que tenía menos años de los que, aun teniéndola, aparentaba tener. Si
con ella aparentaba tener dieciséis, sin ella aparentaba catorce. Su estilo de
vestir era bastante informal, cosa que su hermano Luis no toleraba.
Cuando se dispuso a hacer la cama, oyó un ruido que
le hizo sobresaltarse. Era como un picoteo en el cristal de la ventana de su
cuarto. Con una mezcla de miedo y curiosidad, se acercó a la ventana y la abrió
completamente. Detrás de ella, se encontraba una lechuza blanca con manchas
negras, la cual sostenía con el pico una carta escrita con un sello rojo donde
se podía leer:
Sr. J
Naranjo, Segundo cuarto, Francisco Diego 55
No ponía de dónde venía, sólo el destinatario. La
lechuza batió las alas, lo cual sobresaltó aún más a Joseph, y se puso a volar
en dirección al norte.
Joseph no sabía lo que hacer. Por un momento creyó
que iba dirigida a su padre, pues se llamaba igual que él, pero no podía ser
porque al divorciarse, adquirió los apellidos de la madre.
Entonces se decidió a abrirla. Del sobre sacó un
pergamino, el cual estaba escrito con una caligrafía estupenda de color verde
esmeralda. Joseph se dispuso a leer la carta.
EL COLEGIO CHILOGWARTS DE ARTES HECHICERAS
Un momento…
¿Había leído “magia”? Joseph se limpió los ojos con las manos y continuó
leyendo.
Director: Andros de Montmorency
(Orden de Merlín, Primera Clase, Gran Hechicero, Mago en Jefe, Supremo
Votante Independiente, Confederación Internacional de Magos)
Joseph pensaba que todo esto era parte de una broma.
Aun así, continuó leyendo.
Estimado
señor Naranjo:
Nos
complace informarle que se le ha concedido una plaza en el Colegio Chilogwarts
de Artes Hechiceras.
Adjunta
encontrará la lista de los libros y el material escolar necesarios para el
curso.
El curso
empieza el 1 de septiembre. Esperamos recibir a su lechuza no más tarde del 31
de julio.
Atentamente,
Bellatrice
Lorence
Directora
Adjunta
Esto no podía ser verdad, debía tratarse de una
broma pesada de algún amigo suyo. En ese momento, Isabel entró en su cuarto.
-¿Te vas a duchar ya? Es que creo que se está acabando la… - Isabel miró
la carta e hizo una mueca extraña - ¿Qué es eso?
-Esto… Nada. Me lo he encontrado.
-¿Dónde te lo has encontrado?
-En la puerta – mintió Joseph. Su madre no habría
creído que se lo dejó una lechuza en la ventana, y tenía prisa para darle
tantas explicaciones.
-¿Quién te ha escrito una carta?
-No… no es una carta, es publicidad.
-¿Puedo verla? – dijo Isabel acercándose a Joseph.
-Tengo prisa, mamá.
Pero ya era demasiado tarde. Isabel cogió la carta y
la leyó.
-¿Quién te ha mandado esto?
-No lo sé, no lo pone. Seguramente sea alguna broma.
Voy a llevarla a casa de Violeta para enseñársela. A lo mejor tiene que ver
con la revista a la que nos inscribimos,
que manda cada cierto tiempo cosas así.
-Qué raro… pone tu nombre… Colegio de Magia… Tú ya
estás inscrito en el bachiller en Sevilla, no vayas a hacerme ahora gastarme
dinero en otro colegio – Bromeó Isabel.
Después de ducharse, Joseph corrió a casa de
Violeta. Llegaba tarde. Joseph solía ser siempre muy puntual, y estaba
obsesionado con la hora. Al llegar a su casa, una chica alta, de pelo negro
largo que le caía por los hombros le abrió la puerta. Llevaba puesto un corsé
rojo sangre con muchas cremalleras, una falda negra, unas botas militares y
muchas pulseras, algunas de pinchos y calaveras.
No parecía tan alegre como solía ser habitualmente.
Sus padres habían llegado antes de lo previsto, y habían reñido y castigado a
Violeta por ensuciar tanto la casa. Joseph se sintió culpable y quiso ayudarla,
pero no podía hacer nada. Entonces se acordó de la carta. Joseph la sacó de un
gran bolso marrón que siempre llevaba a todos sitios. La buscó entre pañuelos,
gafas de sol, crema solar y revistas varias. Al final, la encontró y se la
enseñó a Violeta.
-Qué curiosa – dijo Violeta sorprendida.
-¿No te ha llegado a ti una igual?
-No… - Dijo Violeta con la boca abierta. Parecía que
no sabía qué decir.
-¿Quién puede habérmela mandado? Tiene que ser una
broma entonces.
-Pues no lo sé, pero está muy bien hecha. Esta
caligrafía, este sello de cera, este escudo tan raro… ¿Y si es cierto lo que
dice? ¿Y si realmente eres mago?
-Violeta, ¿lo dices en serio? Yo te tenía por una
persona más cuerda.
-¿Y por qué no? Bueno, tú tenla guardada y no se la
enseñes a nadie por si acaso. Si llega el día 31 de julio y no ha pasado nada
como dice en la carta, entonces podrías enseñarla. Es lo que haría yo, por que
si fuese real, todo el mundo sabría que soy bruja, y no todo el mundo se lo
tomaría de igual forma.
-No puedo creer que me estés diciendo tú esto.
-¿Qué puedo decirte? Ya me gustaría a mí recibir una
carta para un colegio de magia y no tener que ir al instituto Montellano, con
la de catetos que hay allí.
Esa noche, cuando Joseph llegó a casa, después de
cenar se dispuso a buscar un buen sitio para esconder la carta. Realmente
pensaba que era una broma, pero, ¿y si fuese real? No querría que todo el mundo
se enterase que fuese un mago. De todos modos, no perdía nada si la dejaba
guardada.
Esa noche no podía dormir, pensando en la carta. La
había leído tantas veces que se la sabía de memoria.
A la mañana siguiente, Isabel despertó a Joseph muy
alterada. Parecía asustada.
-¡Niño! ¡Niño! ¡Mira lo que me ha pasado!
Joseph se levantó de un brinco, asustado. Abrió los
ojos de golpe y vio como su madre se sentaba en la cama de enfrente. Las
ventanas del cuarto estaban cerradas, pero la luz estaba encendida. Isabel
llevaba en la mano un puñado de papeles.
-¿Qué te ha pasado, mamá? Qué susto me has dado.
-Susto… ¡Susto el que me he dado yo! Estaba yo en el
patio tendiendo tan tranquilamente y se me vienen unos pájaros grandes a
posarse en el tendedero. Con la ropa recién sacada de la lavadora… Eso otra
cosa, ahora tendré que meterla otra vez, porque me la han descolgado y se ha
caído al suelo y…
-Mamá, no te vayas por las ramas.
-Bueno, los pájaros estos llevaban esto en el pico –
Isabel mostró un manojo de cartas -. Todas iguales, y todas para ti.
Joseph estaba desconcertado. No creía lo que veía.
Sobre la cama tenía un montón de cartas iguales a las que recibió la mañana
anterior.
-¿No me dijiste que te la encontraste en la entrada?
-Bueno… Si te hubiese dicho que me la trajo una
lechuza, ¿Me hubieses creído?
Isabel hizo un gesto extraño, como dándose cuenta de
por qué no le dijo la verdad.
-Creo que voy a ir a la oficina de correos.
-¡Espera! ¿Y si es verdad?
Isabel miró a Joseph con una expresión de
inseguridad.
-¿Si es verdad qué?
-Lo que dice en la carta. ¿No te parece extraño que
sean lechuzas las que traigan las cartas? Quiero decir… Tú las has visto, yo
también las he visto. Los dos sabemos que es verdad lo que ha pasado. ¿Por qué
no iba a ser verdad lo que dice?
-¿Cómo vas a ser un mago? Esas cosas no existen.
-Bueno, mamá, tú no hagas nada. Ya se solucionará
esto. Tú déjame a mí, verás como esto se soluciona.
El resto del día transcurrió de forma extraña.
Joseph llamó a Violeta por teléfono y le contó lo sucedido. Violeta ahora
estaba asustada. Pensaba que tenía razón en lo que afirmó el día antes, y
volvió a repetir que no le dijera nada a nadie.
Esa noche tampoco pudo dormir tranquilo. Pensaba que
a la mañana siguiente se iba a despertar nadando en un mar de cartas, y con eso
soñó. Soñó que se despertaba a la mañana siguiente y su casa estaba inundada
con un montón de cartas iguales, y se ponía a nadar entre ellas. Saltaba y
buceaba en un mar de cartas. Salía a la calle y seguía estando repleta de
cartas, pero entonces cayó por una especie de tobogán a toda prisa y él
intentaba subir pero no podía. Entonces se despertó del sueño.
Miró a la ventana, que esa noche la había dejado
abierta, donde se encontró unos ojos amarillos que le miraban. Se trataba de un
gato marrón oscuro, que tenía los ojos clavados en él. Se asustó al verlo, pero
después encendió la luz y se dirigió hacia el gato, que seguía en el mismo
sitio, sin moverse. Cuando llegó hasta él, se sorprendió de que no hubiera
echado a correr, ni se había movido del sitio. Seguía mirándolo directamente a
los ojos.
Joseph acercó su mano al gato y empezó a
acariciarlo. Empezó a ronronear, y juraría que incluso empezó a sonreír.
-Pobrecito… Vaya susto me has dado, ¿eh? ¿Qué haces
por aquí? ¿No te asustan los humanos? Incluso a mí hay algunos que sí, y soy
uno de ellos, así que pensé que a ti te tendrían que dar más miedo. ¿Tienes sueño?
¿Quieres dormir aquí o te quieres ir con los demás gatos?
Joseph miró por la ventana, pero no veía más gatos.
Entonces se acordó de que vivía en un segundo piso.
-¿Cómo has…? En serio, esto tiene que ser un sueño.
Bueno, aunque sea un sueño, quiero que estés cómodo. Voy a ponerte una camita
para que duermas tranquilito.
Joseph se volvió hacia la segunda cama de su cuarto,
donde no dormía nadie. Había pertenecido a su hermano, antes de que se fuese a
Sevilla. Cogió un cojín grande que había sobre la cama y volvió para ponérselo
al gato. Cuando fue a mirar por la ventana, el gato había desaparecido.
Entonces rápidamente se asomó por la ventana, con
miedo a que se pudiese haber caído al suelo, pero no había ni rastro del gato.
Entonces, cerró la ventana y se puso a buscar por el cuarto: por debajo de las
camas, encima de los armarios, dentro de los cajones… Pero el gato había
desaparecido.
-En fin, volveré a dormir.
A la mañana siguiente, Joseph despertó temprano,
algo nervioso, para ver si volvían a aparecer cartas. Salió del cuarto y fue a
la cocina a desayunar. Casualmente, su madre se le había adelantado.
-Qué temprano te has despertado hoy.
-Sí, bueno… Voy a hacerme unas tostadas.
-Siéntate, te las hago yo.
Joseph se sentó en el sitio del que se había
levantado su madre. Miraba las migajas de pan que su madre había dejado en el
plato. No paraba de darle vueltas a la cabeza: Las lechuzas, las cartas, el
gato… Algo no cuadraba. Estaba pasando algo muy extraño y no sabía lo que era.
Entonces, miró de reojo la puerta de la cocina y
distinguió una silueta a través del cristal translúcido de la puerta. Abrió los
ojos como platos, y escuchó como alguien golpeaba la puerta dos veces. Su madre
se asustó y se le cayó el cuchillo al suelo. Al volverse, se asustó al ver la
silueta, se agachó a coger el cuchillo y preguntó:
-¿Quién eres?
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