lunes, 9 de septiembre de 2013

La entrada al arcoiris.

No sé cuánto tiempo llevo sentado en este taxi, ni por cuántas calles he pasado, pero deseo llegar ya a mi destino.  El sólo pensar que hoy por fin es el día en el que pisaré por primera vez mi nuevo hogar, me revuelve el estómago, no sé si para bien o para mal. Estoy nervioso.

Es un barrio céntrico aunque no muy transitado. Parece un buen barrio, no hay inmigrantes ni se practica la prostitución. Y, a día de hoy, es lo único que pido para la que pudiese ser mi próxima casa. No me gustaría meterme en ninguna disputa ni berenjenales ilegales por culpa de los vecinos. Mis vecinos son todos americanos ricos que no quieren verse integrados en nada que pueda complicarles la vida, así que no tendré problema.

-Ya estamos aquí – Dice el taxista.

Miro por la ventana y veo el que es mi nuevo bloque. Es un bloque estrecho, con pocos vecinos. Sólo tiene cuatro plantas y dos vecinos por cada una. Es perfecto para un escritor como yo, que viene en busca de tranquilidad. La fachada es de piedra y las ventanas están adornadas con flores rojas.
Entonces, veo algo que me llama la atención: Un chico joven, que podría rondar entre los 17 y los 21 años, se acerca a la puerta. Va vestido con unos estrechísimos pantalones negros, unos extraños mocasines con plataforma y una camisa negra bien ajustada. En el cuello, lleva un fino lazo blanco, a juego con un gran fular que lleva sobre los hombros. Las grandes gafas de sol no me dejan verle los ojos. Aunque lleve una descuidada barba, está perfectamente peinado. Me llama la atención el contraste entre elegancia y desaliño. En una mano, lleva una bolsa de desayuno de una conocida cafetería, en la otra lleva un cigarro con una larga boquilla.

-¿Se va a bajar aquí? – Pregunta el taxista.

-Claro – Respondo.

Me bajo y cojo las maletas del taxi. Me sitúo en la acera de enfrente del bloque y, cuando se ha ido el taxi, sigo mirando a aquel extraño chico. Parece un chico de alto standing, aunque no para de mirar a todos sitios con bastante apuro, como si quisiese huir de algo. ¿De qué querrá huir un joven chico de esa alta escala social? Está buscando algo en los bolsillos, y parece que tiene prisa. Llama al telefonillo. Entonces, me percato de la situación. Un señor mayor, canoso y ataviado con un elegante esmoquin, se acerca al chico joven. Entonces, a éste le entra la prisa a la vez que el pánico.

-Harry cariño… - Dice el hombre mayor.

-Oh, señor McDylan… Qué… agradable sorpresa – Responde el chico joven en cuanto le abren la puerta del bloque, aunque no parece que fuese tan agradable, pues estaba ofreciendo una sonrisa forzada que más bien parecía una mueca de terror.

-Me llamo O’Donnell, Alexander O’Donnell y me dijiste que me querías. ¿Es que ya no te acuerdas de mí, pichoncito? Vamos, yo no soy como los demás, ¿Recuerdas?

-Oh, claro que le quiero, señor O’Donnell, pero usted ya es mayorcito para entender que existen muchas formas de querer. Y ahora tengo mucha prisa y no puedo atenderlo – Dijo el joven asomándose por detrás de la puerta. Seguidamente, cuando iba a cerrarla, fue interrumpido por el señor O’Donnell.

-Vamos, Harry, mi vida… Sólo es un ratito…

-Señor O’Donnell, ¡Por favor…! –Y volvió a intentar cerrar de nuevo, otra vez sin resultado.

-Venga, Harry, ya te di los 100 de la última y los 50 de la penúltima, eso merece algo más… - Dijo O’Donnell cogiendo el pomo de la puerta forzándola para poder entrar.

-Lo siento, señor O’Donnell, he dicho que este no es el momento. Y ahora, si me permite…

-Harry, te lo suplico, tengo muchas ganas de verte…

-Pues ya me está viendo, señor O’Donnell, y me está viendo decirle que no, pero es usted el que insiste – Dijo Harry haciendo fuerzas para poder cerrar, pero el señor O’Donnell metió el pie en el hueco para que no pudiese hacerlo.

-Oh, vamos, Harry… Mi pequeño Harry…

-No soy su pequeño nada, Señor O’Donnell.

-Pero…

-¡Le pido por favor que se marche! –Gritó Harry totalmente alterado. Ya no hacía ni fuerzas para sostener la puerta, pues había asustado tanto a O’Donnell que dejó de intentar entrar –. Son las ocho de la mañana y va a despertar a todos los vecinos. Y este no es el momento ni el lugar. Está armando un escándalo público. ¡Qué vergüenza, señor O’Donnell! ¡Un caballero como usted rebajándose a tal nivel de chabacanería! ¿Qué pensaría su mujer y sus hijos?

Entonces, el señor O’Donnell empezó a empujar la puerta. Parecía enfadado, humillado y ofendido. Harry, desde dentro, intentaba cerrarla. Hasta que, por fin pudo hacerlo. Entonces, el señor O’Donnell miró con enfado hacia arriba, donde seguramente viviese Harry, y empezó a maldecirlo entre dientes.

Cuando se apartó de la puerta, cogí las maletas y me acerqué. Busqué la llave en el bolsillo, con la suerte de que sólo me habían dado la de la puerta del piso. Entonces, tuve que hacer lo mismo que hizo Harry y llamé en el telefonillo al primer botón que me pareció.

-¡Señor O’Donnell, por favor, como siga llamando a mi casa, me veré en la obligación de llamar a la policía, así que hágame el favor de marcharse de una vez o acabaré llamando yo a su casa, verá la gracia que le va a hacer!

Y colgó. Sí, era Harry. En ese mismo instante, una señora rechoncha y bajita, vestida con un vestido rosa y una pamela a juego, salía del bloque para pasear a su pequeño perro blanco.

-Buenos días, señora – Le saludo –. Soy Edward Sanders, su nuevo vecino.

-Oh, encantada señor Sanders, yo soy Agatha Bryce, 1º B, para servirle.

Dicho esto, me extendió la mano para que se la besase. Al hacerlo, se fue sonriendo calle abajo contoneando su gordo trasero. La miro con extrañeza antes de que se cerrase la puerta y por fin entro aquel bloque. Cargo con mis maletas hacia arriba, hasta el 3º A, pero antes me detengo ante la puerta del 2º A. Es la puerta de Harry, el botón al que llamé en el telefonillo. Entonces, toco un par de veces a la puerta.

-¿Señor O’Donnell?

Escucho el sonido de la mirilla. Acto seguido, se abre la puerta.

-Oh, perdone, creí que era… Un amigo. Adelante, pase.

Entro dentro de aquel piso. Era todo totalmente minimalista, pero a la vez muy elegante. Al haber pocas cosas, no se notaba mucho aquel desorden, pero yo vi cosas que no encajaban: Una jarra de leche encima de la estantería, unos jarrones puestos sobre la mesa de la plancha, una serie de maletas a modo de mesas… También me fijé que todas las sillas eran impares, pero estaban pintadas de blanco para que no se notase mucho. Las cortinas eran edredones de invierno y de un gran espejo dorado, colgaban toda serie de collares y complementos. Aunque el centro del salón lo coronaba una preciosa chaiselonge, también blanca pero tapizada en un color morado a juego con la moqueta. Un precioso y armonioso salón en colores morados, blancos y dorados, con muchos curiosos detalles.




-Tome asiento, corazón –Me dice Harry.

Al volverme a mirarlo, me doy cuenta de que está envuelto en una bata blanca. Claro, al abrirme la puerta, sólo asomó la cabeza y me he quedado fascinado con los detalles de la casa, así es normal que no lo haya visto antes.

-¿Le importa que me desnude? Oh, vamos, no me mire con esa cara, sólo me refiero a quitarme los pantalones. Es que acabo de llegar de fuera y no me ha dado tiempo a desnudarme por completo, así que sólo me he quitado la camisa y me he puesto esta bata. Cuando estaba desnudándome, volvieron a llamar al telefonillo y me enfadé tanto que se me olvidó quitarme los pantalones. El señor O’Donnell, un viejo pesado que piensa que soy su muñeco porque la otra noche me dio 200 dólares por pasarla con él. Claro que, una oferta así no la rechaza cualquiera, pero eso no me hace ser de su propiedad. Al menos, no ahora que no me ha vuelto a pagar. Y claro, como yo tenga que pertenecer todo momento a todos aquellos que pagan por mi compañía, no daría pie con bola y seguramente acabasen todos peleándose entre sí, por eso prefiero mantenerlos al margen unos de otros, no vaya a ser que algún día se monte y me vea yo en medio. No sabría cómo actuar, porque todos estarían en igualdad de condiciones.  Y si uno ya es agresivo a solas, imagínese que se juntasen. ¡Vaya lío!

Seguidamente, se acomodó en la chaiselonge, se encendió un cigarro y continuó hablándome.

-Los hombres son muy complicados. Más complicados que las mujeres, diría yo. Siempre dicen que tienen las ideas claras, que saben lo que quieren y lo que les gusta, cuando realmente es todo una patraña y una sarta de mentiras. Cuando prueban algo nuevo, no paran de repetirlo hasta que encuentran otra cosa nueva y así se llevan toda la vida. Odio a ese tipo de personas que dicen que no les gusta una cosa sin haberla probado antes. El señor O’Donnell, por ejemplo, es un señor casado y tiene tres hijos mayores, creo que incluso tiene nietos. Simpatizamos un día en una cena a la que me invitó un amigo que resultó ser también amigo del señor O’Donnell y allí empecé a gustarle, hasta que me pidió que le acompañase una noche. Él decía que era la primera vez que dormía acompañado de un hombre, pero eso me lo ha dicho tanta gente que ya no sé si creérmelo. Me lo repetía tantas veces que ya me cansaba, al igual que me decía que no se lo contase a nadie, aunque él se encargaba de contárselo a sus adinerados amigos. Y ya lo ve, ahora está acosándome porque quiere que sea para él. Pero no, señor O’Donnell, usted tiene su casa y su familia y yo no quiero pertenecer a nadie ni que nadie me pertenezca a mí. Claro que, si algún día quiere volver a contratarme, lo haría sin ninguna duda, ya que paga muy bien y me hace bastantes regalos. ¿Ve esa pulsera de plata de ahí? Me la regaló él.

>>Lo peor de esto es la familia, ya que hay una familia de por medio, pero yo no tendría que preocuparme. Yo hago como el que no sabe nada, yo sólo atiendo al que requiere mis servicios que para eso me paga y no tengo por qué mirar a nadie más. Si quiere romper su familia, allá él, pero que a mí no me meta por medio que yo sólo hice lo que él me pedía. Es un trabajo como otro cualquiera. Es como el que no puede beber alcohol porque tiene problemas de hígado o riñón o alguna cosa así y ahora culpan al de la tienda porque ese señor ha caído malo y él le vendió la botella de vodka que causó todo ese jaleo. El de la tienda no tendría culpa de nada, pues no sabe lo que a ese señor le pasa y él lo único que hacía era su trabajo. La culpa la tendría ese señor que, él sabe que su salud está delicada y que si hace eso le puede afectar, pero aun así, lo hace. Eso sí, su cama es preciosa, es bastante amplia y muy mullida. Parece que dormía entre nubes. Y, cuando me desnudé… ¡Oh, todavía sigo vestido! – Se levantó delicadamente– Dese la vuelta, si quiere. Bueno, de todas formas no va a ver nada. Chico, vaya idiotez, me vuelvo yo y listos.

Se dio la vuelta, se bajó los pantalones y los puso sobre una silla.

-Ya que me he levantado, voy a poner un poco de música. ¿Le gusta Edith Piaf? Es maravillosa. ¿Quiere un poco de whisky?

-Claro, por qué no – Respondí al fin.

Después de encender su vinilo, se acercó a la nevera y vi cómo sacaba unas zapatillas de dormir y seguidamente, una botella de whisky y dos copas ya servidas de dentro del frigorífico. Puso la botella y las copas sobre la mesa y se volvió a sentar.

-Bueno, todavía no le he preguntado lo que quería, señor…

-Sanders, Edward Sanders, su nuevo vecino.

-¡Oh, señor Sanders, qué alegría conocerlo! – Dijo mientras se levantaba y me estrechaba la mano. – Y bueno, ¿Qué le ha traído por aquí?

-Me pasaba por aquí para decirle que fui yo el que llamó al telefonillo, no el señor O’Donnell, ya que me habían dado sólo la llave del piso y no la de fuera.

-¡Oh, vaya, cuánto lo siento señor Sanders! De verdad, lamento mucho haberle contestado de esa forma.

-Tranquilo, no es nada.

-Señor Sanders, ¿Puedo llamarle Fred? Es que le veo cara de Fred.

-Como usted prefiera, señor…


-White, Harry White. 

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